Contra los pronósticos y contra la razón, el Madrid continúa en la pelea por la Liga y ya está muy cerca de alcanzar la cota de los terrenos inexplorados, donde es imposible conocer lo que espera porque nadie ha pasado nunca por allí. Sobrevivir también es un mérito y esa virtud nadie puede negarla, especialmente cuando la incomparecencia es la costumbre de los que nos rodean. Ayer sólo podía quedar uno y quedó el Madrid. Ahora es fácil decir que el Valencia llegaba trastabillado, exhausto, atacado por las lesiones y la flecha del Chelsea. Pese a todo, vendió cara su derrota y el Madrid pagó al contado.
Desde el primer minuto se vio que los locales se dejarían el alma, que es su traje de los domingos y sábados por la noche. El equipo salió prendido por el entusiasmo y el Valencia no reconoció al adversario ni su poder, confundido, quizá, por sus últimas versiones. Pronto tuvo un gol en contra.
Y no fue un gol cualquiera. El tanto de Van Nistelrooy lo tuvo todo. Empezó por él, que cedió a Higuaín con el pecho, esa parte de la anatomía masculina que se hincha en las conquistas. A continuación, el balón se desplazó de una costa a otra con la agilidad de un gato montés, hasta que el último pase de Gago descubrió a Miguel Torres corriendo la banda izquierda, todavía lejos, pero convencido y determinado como el correo del Zar. En ese instante y en esa imagen congelada se reveló el Madrid de siempre. Justo en esa forma de atacar la fortaleza, en ese zafarrancho y en ese galope del Séptimo de Caballería. El clamor del Bernabéu, aún antes del gol, fue de los que no cambian jamás, poco importa quién ocupe las gradas, los novios de las mocitas o sus nietos. La naturaleza del Madrid es valiente, y así es el gusto del público. Y no entenderlo es motivo de divorcio.
La culminación de la jugada fue sublime. Aunque es diestro, el chico Torres centró con el temple de los zurdos buenos y el balón no alcanzó ninguna cabeza, como podría pensarse, sino el zapatazo de Van Nistelrooy, que se colocó en el puesto de los cazadores y enganchó el balón con el refilón de la bota, en esa frontera que distingue el empeine del exterior del pie. Con ese giro se coló la pelota junto al palo. Fue una obra de arte del juego colectivo, lo que más se aprecia en un huerto que creímos de melones.
Cuando el Madrid combina así y, sobre todo, cuando es capaz de mantener el ritmo y el nivel durante bastantes minutos, uno lamenta que el entrenador no haya sabido fomentar esas virtudes, ya que existen y se manifiestan. Capello ha fracasado por lo menos dos veces: primero, al confeccionar la plantilla; después, al no saber extraer el máximo provecho del equipo resultante, que no tenía por qué ser tan angustioso.
El Madrid es diferente, conviene recordarlo. No importa de qué vaya vestido, de cordero o de fontanero. Es lobo.
fuente: as
1 comentario:
lo siento antonio, yo voy con el Barcelona.
Saludos!!
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